Bajo la mirada masculina | Elisa de la Serna

Por Unknown - octubre 03, 2017

Si hay algo bajo lo que todas las mujeres existimos es bajo una presión, una mirada constante que nos cuestiona y reduce a cada paso que damos. Crecemos y nos hacemos mujeres llevándola a cuestas, moviéndonos y reaccionando bajo ella. La mayoría de veces no tenemos forma de identificarla, la llevamos dentro, es la mirada masculina.

La mirada masculina es el criterio que establece lo que complace y no complace al hombre; éste lo impone en la mujer y deja en sus manos su satisfacción, en forma de carga emocional.

La mirada se convierte, por tanto, en el cliente de la sociedad patriarcal, y aprendemos a interiorizarla desde que nacemos. Complacer esta óptica es una necesidad para las mujeres.

En la búsqueda por satisfacer esta jerarquía, la mujer es concebida como mercancía, como lo contemplable, aquello que es medido acorde a la validación del hombre.
Se refuerza así la dualidad hombre-activo observador/mujer-pasiva observada que impide mirar desde unos ojos que no sean los masculinos. La mirada femenina es entonces negada visualmente (Griselda Pollock, 1988). Bajo esa eterna necesidad de contemplarnos mientras somos contempladas, tratamos de complacerle. Y no hace falta ir más lejos de nosotras mismas para encontrar ejemplos, ya que en satisfacerla reside el origen de nuestra competitividad.




Una mirada oblicua, de Robert Doisenau


Mulvey, en Visual Pleasure and Narrative Cinema, puntúa que el hombre es inseguro ante la mirada y la objetificación sexual, porque su desarrollo social le ha hecho poseedor de ella. Él es capaz de observar y elegir si ser observado (párrafo 13).
Su ensayo argumenta que en el cine comercial la mirada masculina tiene prioridad sobre la femenina “reflejando una asimetría de poder que subyace”. Habría que puntualizar, sin embargo, que tanto en el comercial como en el que no lo es subyace esta jerarquía, ya que hombres y mujeres lo hemos interiorizado, sin importar la posición que ocupemos dentro de ella.

La mirada masculina tiene también un impacto en el descubrimiento sexual de la mujer y la reapropiación del cuerpo femenino, ya que establece un canon; un ideal, como sabemos, inalcanzable.
Así, lesbianas y bisexuales se encuentran descubriendo su sexualidad a través de fantasías con figuras femeninas idealizadas. Son los hombres los que marcan lo deseable, y en esto influye el racismo además de factores como la heterosexualidad, la reafirmación de la masculinidad o la cultura de la pedofilia. Las mujeres bisexuales y lesbianas aprenden éste modelo y se sienten atraídas hacia él, sólo hacia él, hasta que consiguen desmitificarlo.

Cuando naces y creces bajo esa mirada, cuando la descubres y aprendes a identificarla, te redescubres y te aprendes a ti misma.

Uno de los conceptos que se ha desarrollado bajo éste término es el de body-policing, o esa necesidad de comprobar cómo nos ven los demás de forma constante.
El body-policing pone a debate el cuerpo femenino y lo somete a una verificación continua, haciendo imposible para la mujer dar con el estándar adecuado en cuanto a peso, ropa o maquillaje, por ejemplo. Se alimenta de nuevo una competitividad que la separa del apoyo que pueda encontrar en otras al tratar de ser mejor considerada por un estándar contradictorio.
Éste doble filo nos obliga una y otra vez a comprobarnos. Berger lo describe así: “Una mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente por la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando. Desde su más temprana infancia se le ha enseñado a examinarse continuamente” (Ways of Seeing, 1972).

En definitiva, las mujeres vivimos con ansia alrededor del cuerpo; nos da miedo que nos miren porque nos separan de él y nos obligan a examinarlo como ajeno.
Las mujeres vivimos ansiosas alrededor de una única percepción de lo que nos rodea, de la mirada masculina, porque la femenina nunca ha dejado de ser suprimida.

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