Fantasías masculinas y otras formas de silenciarnos | Alba Bravo

Por Editorial - octubre 21, 2018


Ilustración de Adelaxd

Que el porno se ha encargado durante las últimas décadas de ofrecer una educación sexual nefasta y patriarcal a las nuevas generaciones no es nada nuevo: los niños de 12 años descubren su sexualidad masturbándose frente a vídeos de violaciones, que les enseñan que cuanto más espectacular sea nuestra respuesta, mejor lo habrán hecho. La tercera acepción de espectáculo de la RAE lo define como “cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”. Es espectacular cualquier estímulo sensorial, no necesariamente visual, que pueda provocar una respuesta afectiva, como puedan ser en este caso los gritos de dolor de las mujeres que los adolescentes confunden con placenteros, o el tema del que quiero hablar hoy: la exteriorización —que puede percibirse con la vista, el tacto, el olfato, hasta con el gusto si nos ponemos exquisitas— del orgasmo femenino.

El squirt es ese mito del porno que está en boca de todos y parece, quizás, un poco como los Reyes Magos: un cuento que alguien se inventó para que los niños durmieran tranquilos por las noches, convencidos de su propia valía bien sea por el esfuerzo de tres hombres recorriéndose medio mundo para agasajarlos, bien sea por la intensidad del placer femenino en sus manos pubescentes.

En realidad, el squirt, al contrario que los Reyes Magos, existe. No es un cuento que nadie se haya inventado, aunque sí es más fábula que realismo la forma en la que lo concebimos actualmente: el squirt existe, pero no es norma, y mucho menos en la manera en la que el porno lo representa. No obstante, si queréis leer cómo es el squirt, ya hay muchos artículos sobre el tema; yo preferiría hablar no tanto sobre el proceso fisiológico en sí, que ni siquiera tengo claro cómo funciona, sino sobre las consecuencias del porno en mi propia experiencia sexual a raíz de la educacióndistorsionada que ofrece. El porno no es un crimen exento de víctimas: sus consecuencias las sufren las mujeres que gritan en estos vídeos, y las mujeres a las que los hombres aquí educados hacen gritar. Y creo, por desgracia, que todas las mujeres corremos el riesgo de ser una de estas últimas.

La primera vez que llegué al orgasmo —o confundí la reacción de mi cuerpo con tal—, tenía 17 años y una educación sexual nula: la imagen de los orgasmos en mi cabeza se limitaba a la siempre presente eyaculación masculina, y a varios signos de interrogación donde debería haber información sobre el femenino. Así, es poca sorpresa que mi subconsciente dibujara un paralelismo claro entre ambos, y que convirtiera el squirt en una somatización con la que demostrarse a sí mismo que habíamos llegado al orgasmo. A partir de este momento, mis orgasmos dejaron de ser míos.

En esta época tuve mi primer novio. Cuando nos acostábamos, encontraba en mis orgasmos —las pocas veces que se preocupaba de provocarlos— una forma de satisfacer su propio ego. Discutimos mucho sobre si mi placer era tan importante como el suyo, yo no me atrevía a exigirlo y él sólo conocía la importancia del propio: era lo que el porno le había enseñado. Precisamente por esto, sólo sabía ver el sexo en función de sí mismo, y mis orgasmos empapando la cama eran una manera de demostrarse sus capacidades, con esta necesidad masculina de reafirmación en el ámbito sexual. Los
idealizaba, pues, hasta el absurdo, y cuando yo me quejaba de lo incómoda que me hacían sentir me acababa sintiendo impelida a callarme para salvaguardar su ego. Por otro lado, no obstante, cuando después del sexo nos tumbábamos en la cama, huía de la prueba de mi placer como si quemara: le daba asco. Así que aprendí a dármelo también a mí misma. Era más importante su amor propio que el mío.

Meses más tarde, empecé a hablar con otro chico. Al principio no había ninguna intencionalidad detrás, pero hablábamos de sexo y le confesé el trauma al que iban atados mis orgasmos porque, en mi necesidad obsesiva de encajar, sólo los veía como una demostración de mi propia rareza. Le dije que me daba asco a mí misma cada vez que follaba. Y me respondió que cómo podía ser tan exagerada, si “él siempre había querido acostarse con alguien así”. De nuevo, mis orgasmos no me pertenecían a mí, sino a las fantasías masculinas que pudieran satisfacer. A mí me horrorizaba, pero a él le encantaba, así que no había espacio para mi malestar en la conversación.

Cuando, por alguna broma del destino, nuestra relación nos llevó a la cama, mis orgasmos volvieron a reafirmar su propia autoestima mientras destruían la mía. Cuando le admití que odiaba masturbarme, me preguntó condescendiente si no sería porque no quería mojar la cama. Cuando, después de una noche de sexting, le dije que (a pesar de mis reticencias) lo había hecho, me respondió “debe estar la cama terrible”, “ahora a dormir sobre una charca”. Él en su cama, yo en la mía: no tenía más forma de alimentar su ego que comentarlo, pese a mis inseguridades de las que era consciente, para que yo le confirmara lo empapado que estaba mi colchón, todo mérito suyo —al fin y al cabo, yo odiaba masturbarme, pero él había conseguido que lo hiciera, motivo suficiente para sentirse orgulloso. Durante mucho tiempo, estuve convencida de que el único atractivo que este chico me vio fue mi capacidad de correrme, a lo que mi subconsciente respondió cerrándose en banda: hasta casi un año después, no he sido capaz de volver a alcanzar el orgasmo.

Dentro de tres semanas hace un año desde la única vez que me acosté con él, el día que reafirmó todos y cada uno de mis traumas y contra el que llevo luchando muchos meses. Se cumple también un año sin masturbarme: los orgasmos implican una eyaculación que me asquea, un beneficio únicamente para la autoestima ajena. No me odio lo suficiente como para masturbarme sabiendo las consecuencias que acarrea para mí misma.

En los últimos meses he tenido una tercera relación que ha acabado definiéndose como radicalmente opuesta a estas dos. Me ha enseñado a llegar al orgasmo de nuevo; cada vez que me corro y me echo a llorar mientras pido perdón, me abraza y me dice que no tengo por qué disculparme. Cuando me toca, mi placer vuelve a ser mío. No debería sorprenderme que alguien les dé más importancia a mis gestos de placer que a la marca que deja el efecto de sus manos sobre la cama, pero lo hace.

Como es lógico, me duele que a estas alturas el instinto sea definirme como objeto. Éste es sólo uno de muchos daños que me han hecho por entender que follar se conjuga con un pronombre reflexivo y la preposición “a” en vez de “con”. Nadie les ha enseñado que el sexo es cosa de dos, porque el porno del que han aprendido a follar ostenta la mirada masculina y patriarcal de quien no ve en la mujer más que un medio para conseguir un fin: su propio placer.

Mientras que yo me he pasado año y medio intentando aprender a gestionar el trauma que ellos me han causado, tengo claro que ellos posiblemente no hayan perdido ni una hora de sueño por mí. Es esto, quizás, lo que más me duele: sentir que son ajenos al daño que causan y a las consecuencias de la educación que han recibido. Hasta hace poco, el segundo seguía masturbándose releyendo las mismas conversaciones que a mí me provocaban ataques de ansiedad. Estoy cansada de cargar yo con los estragos de las equivocaciones de otros; sobre todo de equivocaciones que ellos no parecen estar dispuestos a ver. La madurez reside en la capacidad de recapacitar, que exige una educación en gestión emocional (para ser capaz de reconocer los propios errores y corregirse) que los hombres en su gran mayoría no reciben. Así, alcanzamos la maduración sexual rodeadas de niños adultos que aún no saben mirar más allá de sí mismos y que buscan establecer relaciones interpersonales sobre estas mismas bases egocéntricas. Mientras ellos encuentran en nuestro cuerpo una forma de reafirmar su amor propio, nosotras encontramos en el sexo una forma de perder el nuestro. Cuando la relación termina, nos toca a nosotras curar el daño que ellos han causado mientras ellos, sin dedicarnos un segundo pensamiento, siguen hacia delante y rompen a la siguiente.

El squirt no es malo, por mucho que a mi yo inconsciente le cueste aceptarlo. Hay mujeres que disfrutan de él y de verdad lo buscan activamente; hay otras que no son capaces de eyacular nunca y su orgasmo es igual de válido. Pero nuestros orgasmos, con eyaculación o no, son ante todo nuestros. Me ha costado mis años y mis traumas, pero ahora sé mucho más de lo que sabía con 17 años, y llevo encima el análisis suficiente como para poder criticar las estructuras que me han relegado al rol pasivo en mi propia sexualidad. El porno es, en palabras de Ana de Miguel, una escuela de desigualdad humana (1). Ser conscientes de las injusticias que en él se ejercen y dejar de consumirlo no es suficiente si no analizamos los esquemas mentales que hemos construido en su aprendizaje y buscamos sustituirlos por una percepción más generosa del prójimo que nos permita establecer las relaciones de igual a igual. 

Hablaré de madurez en el género masculino cuando sean capaces de ver a sus parejas sexuales a su misma altura; hasta entonces, seguirán siendo niños en cuerpos de adultos que van causando destrozos confiando en que alguien los solucionará tras su paso. Ni yo ni ninguna otra mujer nos merecemos seguir siendo las víctimas de su inmadurez: va siendo hora de que tomen las riendas de su propio aprendizaje y la responsabilidad de sus propias equivocaciones. Espero que muestren la madurez suficiente como para aprender a tratarnos como seres humanos y que entiendan que, si no saben cómo hacerlo, preferimos que no nos traten en absoluto.

(1) DE MIGUEL, Ana, Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección, Ediciones Cátedra, Madrid, 2017, pág. 149. En realidad, Ana de Miguel se refiere con esta terminología a la prostitución, pero el paralelismo entre la industria de la prostitución y la del porno es evidente.


Alba Bravo Zabalza nació en Pamplona en 1999. Actualmente estudia Lenguas Modernas (una pseudo-filología francesa) y Psicología.



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1 comentarios

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