Sobre cómo enseñamos el género | Isabel Chaves

Por Editorial - abril 13, 2018

(Ilustración: Photo: graphicsdunia4you/Shutterstock)

Como hembra de la especie humana, el género ocupa un lugar fundamental en mi vida. Es una jerarquía social que me relega a ciudadana de segunda clase, por el simple hecho de haber nacido con vagina. A lo largo de la historia se ha oprimido a la clase reproductora (o con aparente capacidad de reproducción) y es una condición de la que no es posible huir: el sexo biológico es una realidad material innegable - nos acompaña hasta la muerte. Sin embargo, desde los años cincuenta es posible modificar cómo se percibe dicha realidad, a través de una serie de procesos médicos (terapia hormonal, cirugía) que nos doten de los caracteres físicos típicos del sexo opuesto, de forma que nuestro sexo biológico sea irreconocible.
¿Pero qué llevaría a alguien a hacer esto?
Una de las asignaturas que curso actualmente en la universidad se titula ‘Trastorno Psicológico’, que como su nombre indica, trata acerca de los distintos trastornos que existen, sus causas y prevalencia y cómo se diagnostican y se tratan. En la última clase que tuvimos, bajo el tema trastornos de personalidad y de tipo sexual, salió la disforia de género. Y digamos que me sorprendió muchísimo.
La disforia de género se define como “una discordancia entre la identidad de género y el sexo biológico”. Por ‘identidad de género’ entendemos el hecho de sentirse hombre o mujer – interpretando estas palabras en términos de masculinidad y feminidad, puesto que identificarse con una categoría social carece de sentido. A pesar de que en la actualidad se cuestione su estatus como trastorno, la disforia de género figura tanto en el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM) de la APA como en el International Classification of Diseases and Health Related Problems (ICD) de la WHO.
En el ámbito de la psicología se utiliza predominantemente el DSM, y por ende también en mi clase de ‘Trastorno Psicológico.’ En su última versión, DSM-5, publicada en 2013, la disforia de género figura bajo categoría propia e incluye un diagnostico para niños. Resumiendo brevemente la evolución de su caracterización patológica, en el DSM-III (1980) aparecía como ‘transexualidad’ bajo trastornos psicosexuales, y en el DSM-IV (1994) como ‘trastorno de identidad de género’ bajo trastornos sexuales y de género.
En palabras generales, para diagnosticar a un individuo con un trastorno, tienen que estar presentes un número mínimo de síntomas de todos los posibles (y dos o tres síntomas concretos) durante un determinado periodo de tiempo y que ninguno de estos pueda explicarse por el efecto de sustancias químicas o por otro trastorno.
Los síntomas para diagnosticar disforia en adultos son seis: (1) la incongruencia entre sentimientos y características sexuales, (2) querer deshacerse de sus características sexuales a favor de (3) las del otro sexo, y el deseo de (4) ser y (5) ser tratado como parte del otro género pues está convencido de que (6) posee las reacciones y sentimientos de ese otro género.  Por lo menos dos de los síntomas tienen que estar presentes durante más de seis meses y causar una angustia significativa. No soy trans y no puedo entender lo que significa sufrir disforia, pero parecen criterios adecuados para dictaminar que un individuo la sufre.
Mi sorpresa fue con el apartado sobre la disforia en niños, cuyos síntomas son los siguientes: (1) (criterio obligatorio) desear ser/insistir en que uno es del género opuesto, (2) preferir la ropa del género opuesto, (3) hacer del género opuesto en juegos, (4) preferir juguetes, juegos y actividades asociados con el género opuesto, (5) preferir jugar con niños del género opuesto, (6) rechazar actividades asociados con su sexo, (7) aversión hacia la anatomía sexual propia y (8) desear las características sexuales del otro sexo. Al igual que en adultos, los síntomas deben durar más de seis meses y causar angustia, pero en lugar de dos síntomas hacen falta por lo menos seis.
Si bien es cierto que el síntoma necesario es desear o insistir en que uno es del otro género, este no es suficiente, sino que hace falta que el niño o la niña rechace los roles de género y eso es lo que le convierte en trans. Ya de por sí establecer que los niños pueden sufrir disforia es cuestionable, pero aceptándolo, resulta chocante que los criterios sugieran que si tu hija juega al fútbol con los niños es posible que sea un niño.
Definir sufrir disforia como rechazar los roles de género refuerza dichos roles, lo cual hace que sea más difícil que las personas se identifiquen con dicho género y, en consecuencia, que haya más gente que sufra disforia. Es un ciclo dañino que no tiene fin.
Los niños deberían ser criados sin prejuicios y estereotipos, pudiendo vestirse de la forma que quieran y jugando a lo que quieran con quien quieran, sin que se haga burla de ellos. Deberían ser libres para crecer y explorar sin que eso les haga sentirse incómodos en su piel; sin que importe lo que tengan dentro de los pantalones.
Es 2018 y todavía seguimos dividiendo los productos para niños y niñas en las tiendas, regalándoles a las niñas muñecas sin preguntarlas lo que quieren y fabricando camisetas e imprimiendo libros que los animan a ellos a ser fuertes y valientes y a ellas a ser dulces y bonitas.
Realizar la feminidad no te convierte en mujer y realizar la masculinidad tampoco te convierte en hombre. No hay que reforzar las cajas de ‘hombre’ y ‘mujer’: hay que destruirlas. Diagnosticar a los niños con disforia de género - hasta el punto de administrarles hormonas que bloqueen la pubertad - es nocivo y peligroso.
El género oprime, limita y mata. Basta de enseñar lo contrario. 


Isabel Chaves es madrileña de nacimiento y actualmente reside en Dublín, donde estudia la carrera de Psicología.

  • Comparte:

TAMBIÉN TE PUEDE GUSTAR

0 comentarios