¿Por qué la doble jornada es un problema político? | Paula Doce

Por Editorial - mayo 11, 2018

Ilustración de Flavita Banana.

Recientemente, pocos días después de la huelga del día 8 de marzo, estuve charlando con unos compañeros y amigos, acerca de un aspecto que se reivindica en el movimiento feminista actual: la liberación de la mujer frente a la carga del trabajo doméstico.

A uno de ellos le parecía algo innecesario que reivindicar, pues actualmente nadie concibe que las mujeres deban quedarse en casa. A parte de que decir esto es un gran error (sólo hace falta observar la cantidad de veces que hemos oído comentarios como las mujeres, a fregar, y otros tantos del mismo calibre), no se trata ya de que se diga, o piense, abiertamente que las mujeres no debamos tener acceso al mundo laboral; el problema reside en que las mujeres trabajadoras no han logrado emanciparse de las tareas de la casa, cuya realización les ha impuesto la historia. Su independencia económica no les ha traído la liberación de las actividades de la esfera privada.

Supongo que todas aquellas personas que lean este artículo estarán al tanto de la situación que acabo de nombrar: la doble jornada laboral. Sin embargo, el propósito de este texto no reside en denunciar esta circunstancia en particular, sino en analizar la razón por la cual los derechos políticos que hemos logrado alcanzar no han acabado con las relaciones de poder entre sexos, que siguen siendo la realidad del ámbito privado.

Me gustaría comenzar con la principal distinción que hace Hannah Arendt en su obra La condición humana entre esfera pública y privada, pues resulta esclarecedor para considerar esta cuestión. La esfera privada es el espacio donde se lleva a cabo la labor; es decir, el conjunto de actividades cuyo fin es el mantenimiento de la vida. Su realización es cíclica, como lo es nuestro ritmo biológico, y le corresponde la alimentación de las necesidades vitales: la labor las suple. Arendt identifica la esfera privada con el ámbito doméstico, donde hay una relación jerárquica entre el paterfamilias y el resto de personas que ahí residen, y nuestra condición de necesidad en tanto que seres humanos.
Para acceder a la esfera de los asuntos humanos, es decir, la esfera pública y política, el hombre debe estar emancipado de toda necesidad a la que esté sujeto en su privacidad. Para ello, el paterfamilias relega el papel de la labor al esclavo y a la mujer, pues sólo en la polis puede ser libre. La condición para la libertad en Arendt es la pluralidad, el estar entre iguales, lo cual sólo se da en el espacio público, y reserva la estructura gobernador-gobernados a la esfera privada.

Este análisis, aunque centrado en la organización social greco-latina, resulta interesante para entender el desarrollo de la historia. Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban: esta frase de Millet puede ser entendida como síntesis a la teoría arendtiana. Mientras ellos eran capaces de acceder a la esfera política y, por lo tanto, ser libres, nosotras éramos recluidas en lo doméstico bajo un engaño que nos hacían pasar por amor.

Una vez se abolió el requisito de propiedad para acceder al derecho a voto, el esclavo, tanto de la antigüedad como de la modernidad, se emancipa como ciudadano. Este deja de ser laborante y pasa a ser trabajador; es decir, recibe una remuneración económica por su actividad. Sin embargo, en el caso de las mujeres, su lucha por el derecho a la participación política acarreó unos resultados diferentes.

Nuestro derecho a ciudadanía no nos situó en una posición de igualdad frente a nuestros maridos (como tampoco la abolición de la esclavitud logró acabar con la lucha de clases y la explotación, aunque por circunstancias ligeramente diferentes) puesto que seguíamos, y seguimos, cargando con la responsabilidad de hacernos cargo de eso que atañe la labor, el trabajo doméstico. Frente a sus maridos, las mujeres deben mostrarse serviciales y permitirles disponer de su cuerpo y su persona para cubrir sus necesidades. Para que el hombre pueda autorrealizarse y que no exista en él ningún tipo de preocupación más allá de sí mismo, la mujer se ve obligada a ocuparse de la carga de la laboración. Es precisamente esta la que hace que nuestras posibilidades de crecer en el ámbito del trabajo se vean restringidas, pues nunca podremos poner tanta energía para este como lo hace un hombre, libre de toda necesidad (como diría Arendt). 

Como antes no salíamos de casa y ahora sí, puede parecer que la estructura patriarcal ha desaparecido (algo que oímos muy a menudo cuando nos dicen “¿pero, de qué os quejáis?). Es decir, hemos logrado una aparente igualdad política en derechos, pero las relaciones de poder se siguen dando tanto en el ámbito doméstico como en el trabajo que realizamos fuera del hogar, lo cual, por ende, hace que nos arrastren, reduciendo nuestro tiempo y relevancia en la esfera de los asuntos humanos. La servil actitud que caracteriza a la realización de la labor se traslada a las relaciones sexuales, donde parece que debemos satisfacer las necesidades de nuestras parejas masculinas del mismo modo que lo hacemos cuando cocinamos o limpiamos. Lo personal es político” porque lo personal es uno de los pilares fundamentales que sostiene el patriarcado, y, por lo tanto, tiene la misma fuerza para derrumbarlo.


Como conclusión, la relación histórica mujer-labor no sólo no ha desaparecido con nuestra independencia política, sino que incluso se ve reforzada por nuestro sistema económico actual. Algunas personas han propuesto como solución que la mujer sea remunerada por el Estado o por su marido (Charlotte Perkins) para que se ocupe de las tareas de la casa y logre un pequeño resquicio de libertad económica. Sin embargo, esta sólo puede ser una solución a corto plazo, pues lo que se sigue perpetuando es la reclusión de la mujer a la esfera doméstica y la dependencia económica de su marido, y sería un retroceso más que un avance. A mi parecer, la única solución posible a este problema es la división de la labor entre los miembros de la familia; es decir, desligar finalmente mujer-labor. Sólo así lograremos que el carácter de necesidad de la esfera privada no determine las posibilidades de la mujer a llevar a cabo aquello que verdaderamente desea.






Paula Doce nace en Oxford, Reino Unido, en octubre de 1999. Vive en Madrid toda su infancia hasta 2016, cuando se traslada a Estados Unidos por un año. Allí comienza a entrar en contacto con el movimiento feminista. En 2017 empieza a estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, grado que cursa actualmente.

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