Parece nuestra respuesta para todo. Pero para nada. No es que no sepamos, ni es una estrategia para ganar tiempo o pensar una respuesta creativa. Es una herramienta, bastante eficaz, para aislarse del epicentro de la conversación. Como si tuviéramos algún tipo de deficiencia o incapacidad para razonar al instante.
No es cierto. Nuestras caras lo demuestran. Tantas cejas arqueadas, labios mordidos, ceños fruncidos. Pero la boquita cerrada.
Nos enseñan a mantener la boquita cerrada. A mimetizarnos con el entorno, a retroceder en las discusiones, a desaparecer del mapa. Y cuando se nos incluye, nuestra respuesta es alejarnos. Son solo dos palabras, pero te dejan completamente fuera de combate.
No hay nada más cobarde que no enfrentarse a una discusión. Pero sentimos miedo. Tantas veces acalladas que no valoramos nuestra propia voz. Muchas veces he saltado y me he llevado la mano a la boca al instante, sorprendida de que un impulso se hubiera adelantado a la costumbre, que se muestra siempre tajante en situaciones como esas: “Mantén la boca cerrada, escucha, para hablar antes tienes que saber qué decir. No tienes ni idea del tema, estate atenta. A ver qué dicen los demás”.
Estoy cansada de escuchar. Pero más cansada estoy del miedo a gritar, de los grilletes de mi mandíbula.
Estoy cansada de que me tiemble la voz, de desconfiar de mi valía, de infravalorar mi opinión. Tengo que vencer el miedo a equivocarme y a que me señalen mis errores y limitaciones.
Porque es frustrante ser testigo de un debate o discusión queriendo intervenir y no encontrar el momento adecuado para hacerlo. Y aún más frustrante es sentir que has tenido miedo de que lo que dijeras sonara ridículo, pero unos minutos después buscas compartirlo con alguien de confianza y que aprecie tus palabras, o llegas a casa y se lo gritas al espejo.
Es frustrante el miedo a hablar. A hablarle al mundo. A proyectarse.
A partir de ahora, buscaré quedarme afónica, no callada.
M-
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